Libre desarrollo de la personalidad y nulidad matrimonial
- CARRIÓN VIDAL, MARIA DE LA ALMUDENA
- José Ramón de Verda Beamonte Director/a
Universidad de defensa: Universitat de València
Fecha de defensa: 11 de mayo de 2023
- José Antonio Cobacho Gómez Presidente/a
- Javier Barceló Doménech Secretario
- María José Reyes López Vocal
Tipo: Tesis
Resumen
El trabajo que ahora se presenta en la Facultad de Derecho de la Universidad de Valencia (Estudio General), para la obtención del Grado de Doctor, lleva por título ¿Libre desarrollo de la personalidad y nulidad matrimonial¿. Pone así en conexión, de un lado, el principio constitucional recogido en el art. 10.1 CE, como emanación misma del de la dignidad de la persona, y, de otro, la figura de la nulidad matrimonial civil, objeto de una amplia regulación normativa en los arts. 73 y ss. CC. La simple lectura del título del trabajo que ahora se presenta hace surgir de inmediato una idea fundamental o esencial, justificativa además de toda la labor de investigación desarrollada: el libre desarrollo de la personalidad y la categoría jurídica de la nulidad matrimonial regulada en el Código civil se presentan en estrecha conexión; están entre sí relacionadas. Y esa conexión o relación presupone aceptar, como premisa básica, la de que la figura de la nulidad se muestra u ofrece (en el marco de nuestra legislación matrimonial civil) como ¿cauce¿ o ¿vía¿ de importancia singular para la realización personal de quienes deciden contraer matrimonio. A su vez, he intentado demostrar a lo largo de mi trabajo que, para que la figura jurídica de la nulidad matrimonial civil y, consiguientemente, su propia reglamentación en el Código, pueda operar como ¿cauce¿ del libre desarrollo de la personalidad de quienes deciden ejercer el derecho al matrimonio, que la CE reconoce y garantiza, como un derecho de los ciudadanos en su art. 32.1, resulta indispensable partir de la llamada por muy autorizada doctrina ¿personalización¿ del matrimonio. Es decir, el matrimonio se presenta así como ¿cauce¿ al libre desarrollo de la personalidad de quienes lo celebran, precisamente porque se ¿personaliza¿. Lo que implica tanto como decir ¿se adapta¿ de algún modo a los propósitos, deseos y aspiraciones de los contrayentes. La dimensión institucional del matrimonio se ha venido siempre traduciendo en el marco de la legislación civil española en una relegación, casi desaparición, de la autonomía de los contrayentes en orden a la configuración misma de la unión. Esa dimensión rígidamente ¿institucional¿ del matrimonio, que lo aproximaba mucho más a la figura del acto jurídico en sentido estricto que a la del negocio jurídico de Derecho de familia, por cuanto la voluntad venía circunscrita al acto en sí, pero no al régimen de efectos de aquél (sustraído por completo a la voluntad de los contrayentes), pivotaba sobre dos extremos fundamentales: de un lado, una rígida concepción del consentimiento matrimonial, identificado de manera absoluta y exclusiva con el manifestado en el acto mismo de la celebración de la unión; de otro lado, la nula relevancia del error padecido en su caso por alguno de los contrayentes sobre una cualidad personal del otro, cualidad personal de entidad, y relevante para el normal desarrollo de la vida matrimonial. Sola relevancia, pues, del error recayente sobre la persona física del otro. Esa acentuación de la dimensión contractual del matrimonio, que defiendo en mi trabajo, exige sin embargo una serie de precisiones. La primera de ellas es la que, cuando defiendo ese carácter contractual de la unión matrimonial, es obvio que no se está afirmando que el negocio matrimonial sea reconducible, sin más, al marco de los contratos patrimoniales: el negocio jurídico matrimonial es ¿contrato¿, en mi opinión, en cuanto descansa y fundamenta en un acuerdo de voluntades, convergentes sobre un objeto y una causa (arts. 1261, 1262.1, y 1274 CC). Añádase a ello que la llamada ¿bilateralidad genética¿ y ¿bilateralidad funcional¿, propia de los contratos patrimoniales, cabe apreciarla asimismo en el negocio matrimonial: concurrencia de dos declaraciones de voluntad convergentes sobre un objeto y una causa; y nacimiento de un entramado de derechos y de obligaciones para ambas partes. He aquí las dos ¿bilateralidades¿ a que he hecho referencia con anterioridad. El carácter no patrimonial de la relación jurídica que surge de un matrimonio válidamente celebrado no obstaculiza lo más mínimo lo que se acaba de decir. La primera de esas consecuencias es la acentuación de la importancia del consentimiento, pero del consentimiento real y verdadero. Se impone dar relevancia a lo verdaderamente querido por los contrayentes. Es completamente lógico que, en línea de principio, el legislador parta de la base de que ese consentimiento real y verdadero coincide o se identifica con el que los contrayentes manifestaron en el acto mismo de la celebración ante el funcionario autorizante, pero esa presunción de coincidencia (a diferencia de la regulación del CC anterior a la reforma postconstitucional), no puede ya ser absoluta, sino destruible por la prueba contraria. Probada esa discordancia, la prevalencia de la voluntad real, de lo verdaderamente querido por los contrayentes, se impone de modo ineludible. Y, en consecuencia, la relevancia de la simulación resulta incontestable (art. 73.1, en relación con el art. 45, ambos del CC). La simulación es relevante en los contratos, y también lo es en el negocio jurídico matrimonial. Consiguientemente, la lucha contra los llamados matrimonios ¿de conveniencia¿, o ¿de complacencia¿, o, quizá mejor, ¿simulados¿ (verdadera lacra de nuestro tiempo) es consecuencia obligada. En estrecha conexión con lo anterior se presenta la necesidad de una toma de posición por cuanto se refiere a la configuración técnica del fenómeno de la simulación matrimonial. Me resultan insatisfactorias e incompletas las posiciones doctrinales, y que tratan de presentarse como antagónicas, tendentes a explicar el fenómeno de la simulación ya como un supuesto de divergencia entre voluntad declarada y voluntad real, de un lado, o ya de otro lado, de ubicar el problema en el campo de la causa del negocio, configurándolo entonces como falta de adhesión de los contrayentes a la causa del negocio matrimonial. Creo por el contrario que el recurso al articulado del CC en materia de contratos patrimoniales permite un enfoque mucho más adecuado para el problema de la simulación matrimonial, reconduciéndolo al art. 1274. 1 CC a propósito de la causa en los contratos onerosos (¿prestación o promesa de una cosa o servicio por la otra parte¿, tratando de destacar así la reciprocidad de la causa en el negocio matrimonial.) Así lo he hecho en mi trabajo. La segunda consecuencia tiene que ver con la relevancia del error en el negocio matrimonial. La legislación anterior admitía un único supuesto de error, el recayente sobre la ¿persona física¿ del otro contrayente. Se trataba de un supuesto anacrónico, y, por ello, del todo impropio, de una legislación matrimonial propia de nuestros días. Con los medios de comunicación social existentes en nuestro tiempo, el error recayente sobre la ¿persona física¿ del otro es casi inimaginable. Por ello, he tratado de profundizar en el cambio de locución empleado por el legislador de la reforma: error ¿sobre la identidad de la persona¿, tratando de demostrar que los términos ¿persona física¿ e ¿identidad de la persona¿ no presentan el mismo contenido. Creo, pues, que con este cambio el legislador pretendió ir más allá del estrecho marco del error sobre la ¿identidad física¿ del otro. El tratamiento del error recayente en cualidad personal del otro presenta una extraordinaria importancia, en cuanto se presenta como instrumento esencial en el propósito legislativo de progresiva pérdida de la dimensión institucional del matrimonio, y de su misma configuración como cauce al libre desarrollo de la personalidad de quienes lo contraen. El matrimonio que importa, en mi opinión no es tanto el matrimonio ¿en abstracto¿ sino ¿el concreto¿ de cada contrayente, ¿mi matrimonio¿, ¿su matrimonio¿. Y ello por cuanto el legislador otorga relevancia jurídica a los legítimos propósitos de los sujetos. Y es que, si éstos los quieren, esos propósitos de algún modo ¿se incorporan¿ al negocio matrimonial, adquiriendo relevancia en cuanto queridos por los contrayentes. La vía para que adquieran esa relevancia es precisamente la del error en ¿cualidad personal del otro que, por su entidad, hubiere sido determinante de la prestación del consentimiento¿. Si el legislador ha optado por reducir sensiblemente el carácter institucional del matrimonio, lo que se quiere decir es que el contenido básico, mínimo, de la unión, y que ha de darse en todo caso, queda sensiblemente reducido, simplificado (unión estable entre dos personas destinada a crear entre ellas una comunidad de vida). Creo que lo que se acaba de decir es ¿matrimonio¿ para el legislador del CC. Supuesta su aceptación, existe consentimiento calificable como ¿matrimonial¿. De ahí que haya creído oportuno hablar de matrimonio ¿de mínimos¿. Este resultado no hubiera sido posible conseguirlo de no ir acompañado por una sensible reducción de los obstáculos para contraer. Estos, pues, dejan de pertenecer al esquema legislativo, quedan fuera de él, y alguno/s de ellos pasan a ser relevantes en cuanto queridos por los contrayentes. La figura del error en cualidad personal del otro vuelve a desplegar un papel esencial en la mecánica del negocio jurídico matrimonial. En un trabajo que lleva por título ¿Libre desarrollo de la personalidad y nulidad matrimonial¿, el tema del matrimonio de las personas afectadas por una discapacidad intelectual ocupa, necesariamente, un papel relevante. En el capítulo III de mi trabajo me ocupo de esta materia, centrando mi atención en el párrafo segundo del art. 56 CC. He tratado de demostrar, contra el parecer dominante en la doctrina, que las anomalías mentales nunca recibieron en la legislación española un tratamiento idéntico al de las incapacidades para contraer. Y es predicable tanto de la Ley de Matrimonio civil de 1870, como del CC en su redacción de 1889, hasta la reforma de la Ley 30/81. La anomalía mental fue siempre en nuestro Derecho una incapacidad comprobable ad casum, lo que conllevaba atender al momento concreto en el que el matrimonio fuese a celebrarse. Esta circunstancia venía, y viene, a separarla de los restantes supuestos de incapacidad en los que no concurre esta circunstancia. He tratado de demostrar que el traslado del tratamiento legislativo de la anomalía mental del marco de las incapacidades para contraer al propio de la tramitación del expediente matrimonial (art. 56.2 CC, en su redacción de 1981, siquiera con los retoques experimentados en reformas posteriores), es clara demostración de lo que se acaba de decir. Creo me he ocupado con detenimiento del análisis del vigente art. 56.2 CC, en la redacción de la Ley 4/2017, de 28 de junio, tratando de esclarecer la profusa y no siempre clara terminología empleada por el legislador. En mi opinión, el carácter subsidiario y rigurosamente excepcional atribuido por el legislador al dictamen médico, que creo presenta flancos a la crítica, tiene que ver con la configuración misma del derecho al matrimonio más como un derecho a ejercitar (art. 32.1 CE) por los ciudadanos, que como una relación a constituir. El último capítulo de mi trabajo lo he dedicado a un tema importante desde luego y, además, polémico en la jurisprudencia y en la doctrina: el de las relaciones entre el Derecho de daños y el Derecho de familia. Frente al extendido parecer tendente a excluir el juego del Derecho de daños en el marco de las relaciones familiares, he tratado de demostrar que, tratándose de la figura de la nulidad matrimonial, las normas resarcitorias que el CC contiene carecen de ¿complitud¿, en cuanto no cubren en su integridad las pretensiones de resarcimiento que, en su caso, puedan derivar de supuestos de nulidad matrimonial por reserva mental, error en cualidad personal, etc. La consecuencia entonces no puede ser otra sino la del recurso, a fin de obtener un resarcimiento íntegro, al art. 1902 CC.